La Temporada de mi distonía
He tocado Le quattro stagioni de Vivaldi, o por lo menos partes de la obra, varias docenas de veces. Una grabación —en casete, para los que se acuerdan de ellos— apareció en mi calcetín de Navidad cuando tenía más o menos diez años, y prácticamente la desgasté por escucharla tanto. Jamás hubiera pensado que grabarlo a fuego tan profundamente en los canales de mi cerebro me serviría ahora, mientras me preparaba para mi primera actuación pública en casi tres años.
Que estuviera pasando ya era un milagro. Me habían llamado a última hora —más precisamente, habían llamado a mi marido, pero como él no podía tocar, me lo ofreció a mí. “No sé si te sentís lista ya, pero me avisás, ¿sí?” me dijo, tras reenviarme el texto. Se retorció mi estómago, y medité sobre el asunto: un cuarteto de cuerdas, una obra que conocía bien, con amigas que por casualidad eran gente excepcionalmente amable. Aún no sabía qué pasaría, pero lo reconocí como mi mejor oportunidad.
“Ok, lo hago,” le dije, con el corazón en la garganta. Finalmente, era el momento.
La crisis
En julio de 2018, en apenas unas semanas, caí en la peor pesadilla de cualquier músico: algo raro comenzó a pasarme en la mano izquierda. Los indicios al principio eran increíblemente sutiles; era imposible distinguirlos de un “mal día” común y corriente. Unas semanas antes, de vuelta tras unas vacaciones indispensables, había decidido experimentar cómo se sentía tocar con menos tensión. En un primer momento, los resultados eran fantásticos: mis dedos parecían volar sobre el mango con menos inhibición y mejor coordinación. La falta de familiaridad de las sensaciones no me intimidó —había cambiado mi técnica varias veces a lo largo de los años, dispuesta a probar cualquier cosa que me prometiera un incremento de precisión, fiabilidad y confort.
Pero después de una o dos semanas, llegué a percibir que algo no estaba bien. Mis dedos se sentían vagos, difíciles de controlar. Concluí que simplemente me iba acomodando a la nueva técnica. Y estaba firme en que no quería volver al sistema anterior: tras haber probado la fluidez y la libertad, me parecía insensato regresar al “apretar y clavar” de antes. Así que intenté no prestarle mucha atención a mi ansiedad, pero esta solo crecía a medida que los días pasaban y se acercaba una serie de recitales que llevaba meses anticipando.
Aproximadamente tres semanas después de que las cosas empezaron a complicarse, me encontraba en un programa de meditación para músicos donde enseñaba cuando tuve la primera señal definitiva. Al hacer el desplazamiento hacia la tercera posición sobre la cuerda la, vi con horror cómo mis dedos anular y meñique se contraían hacia mi palma, como si trataran de quitarse del medio. Me paralicé. ¿Es que siempre hacen eso?
Intenté el desplazamiento de nuevo. Otra vez se contrajeron los dedos. Finalmente me di cuenta de que podía impedir el movimiento con esfuerzo, pero mientras seguía practicando empezaron a contraerse más y más: ya no tenía dominio sobre mi mano.
Durante las semanas previas mi sueño se había deteriorado considerablemente por el zumbido insistente de ansiedad en el fondo de mi mente. Pero esa noche me costó encontrar un solo momento de descanso mientras mis mente imaginaba los peores escenarios, incluso el que quería desesperadamente negar:
Tenía distonía focal.
En ese momento no sabía casi nada de ella, salvo que era una condición de origen cerebral ampliamente considerada como algo incurable. Estás sobrepasada por el trabajo, me sugirió uno de los profesores compañeros del programa. Debe ser tendinitis, afirmaron otros. El estrés, el uso muscular excesivo, el cambio de mi técnica… Había tantas excusas que podía lanzar frente al problema. Fuera lo que fuera, lidiaría con la situación después de volver a casa.
El largo camino de vuelta
A principios de agosto regresé a Nueva York, profundamente alterada y exhausta tras una semana de enseñanza intensa y tres recitales en Canadá, que había sobrevivido pese el deterioro progresivo de mi destreza. En el último, que tuvo lugar en una catedral sofocante de Montreal, recibí mi primera ovación de pie. Debiera haber sido el apogeo de mi carrera, pero a pesar del aplauso, no alcancé festejar mi ascenso: ya miraba hacia el abismo que se abría debajo.
Intenté tomarme una semana de descanso para recuperarme y agendé varias citas médicas, mientras googleaba sin parar diferentes síntomas y tratamientos. ¿Voy a llegar en forma para el comienzo de la temporada? ¿Y si no me siento normal nunca más? Dormí un poco menos cada noche, y mi ansiedad diurna aumentó hasta dejarme incapaz de estar sola. En ningún lugar, en ningún momento, me sentía a salvo.
Al final, me di cuenta de que —cualquiera fuera el diagnóstico— no iba a aguantarlo sin mantener mi cordura, y encontré la ayuda necesaria para mejorar mi sueño. De día, aproveché mi experiencia con la meditación para acceder a la autocompasión y estar presente —cualquier pensamiento del futuro inmediatamente invitaba al pánico.
En el transcurso de mi investigación, descubrí que una de las creencias más preocupantes sobre la distonía, la de que no tenía remedio, era errónea. A pesar de que el conocimiento médico tradicional estaba a favor del uso de Botox, que aliviaba los síntomas sin tratar el problema de raíz, un número pequeño pero significativo de músicos se había liberado sin medicamentos ni cirugías. Lo habían logrado a través del reentrenamiento paciente y completo de sus cuerpos y cerebros.
Durante los meses siguientes, volví muchas veces a estas historias de recuperación mientras navegaba en un mundo de especialistas en medicina de rehabilitación, fisioterapeutas y neurólogos, embarcándome en un proceso de recuperación que ahora está en sus últimas etapas. Algunos de los recursos que encontré eran útiles, y otros menos. Simplemente seguí mis propios instintos, cultivando la determinación y la bondad hacia mí misma mientras desarmaba todo lo que sabía sobre tocar un instrumento –física, emocional y psicológicamente– y me preparaba para empezar de cero.
Poco menos de un año después de mi diagnóstico oficial, tuve la gran fortuna de conocer a la persona que me encauzó definitivamente hacia la recuperación: la violinista Sophie Till. Gracias a su ayuda, reorganicé por completo mi técnica, sanando mi cerebro en el proceso. Y la recompensa por tomar este camino tan arduo fue doble: no solo podía tocar de nuevo, sino que problemas técnicos anteriormente intrincados se desvanecieron con el uso de movimientos eficientes, que parecían fáciles en comparación con mi técnica previa.
Resurgimiento
Traté de apoyarme en la fiabilidad práctica y probada de mi nueva técnica a medida que esperaba entre bambalinas para empezar el Vivaldi. Un frío de la puerta abierta de la galería me hizo tiritar y temblar, pero sabía que el invierno muerto y austero de mi distonía ya quedaba atrás. Este momento, como los principios de la primavera —tempestuoso, impredecible— poseía la promesa de renacimiento. Y cuando nosotras cuatro emergimos, recibidas cálidamente por los espectadores, me conmovió una sensación tranquilizadora: después de casi tres años de exilio autoimpuesto, ya no estaba sola. Este era mi espacio también, y yo era bienvenida.
Está claro que me emociona enormemente haber vuelto al escenario después de casi tres años de preocupación constante. Y en el entretanto absorbí una cantidad inmensurable de lecciones sobre la técnica de cuerdas, el sistema nervioso y el proceso de aprendizaje. Pero cuando reflexiono sobre los beneficios y las dificultades más poderosos de esta época de mi vida, llego a la conclusión de que los mejores conocimientos son aún más personales y profundos.
Viví durante tres años sin lo que me había hecho una persona “especial” y sobreviví. Encontré razones para creer en mí misma y en mi capacidad de ser de ayuda, de contribuir con algo de valor, porque caer en la desesperanza no fue una opción. Descubrí quién soy y lo que me importa mientras nadie se fija en lo que hago —ni en cuán bien lo hago. Entendí que la respuesta a la pregunta, “Así son las cosas, ¿y ahora qué?” es la fuente de mi empoderamiento. Porque significa decir que sí a la vida, sin condiciones. Aun cuando te rompe el corazón.
Me gustaría poder decir que habría encontrado la valentía de escribir esto —de resurgir— sin haberme recuperado, pero no sé si es verdad. Lo que sí puedo decir es que ahora miro atrás hacia mi propio yo sin viola, cargada de dudas, envidia y desesperación, luchando un día a la vez. Y alcanzo verla con la admiración y el respeto que siempre mereció.